A.F.

Durante veinte años, viví bajo la sombra de un desorden alimenticio. Digo “sombra” porque ni yo misma estaba del todo convencida de que tenía un problema. Había normalizado mi manera rígida y controlada de relacionarme con la comida y, por lo tanto, con mi cuerpo. Dietas estrictas y restrictivas, un ir y venir entre empaches y ayunos, exceso de ejercicio (sobre todo, el que me hacía sudar), un conteo obsesivo de calorías, una fobia a los carbohidratos, una relación poco amigable entre yo y el espejo, consumo de purgantes. Funcionaba muy bien para el mundo: era una alumna sobresaliente, siempre emprendía nuevos proyectos, escribía y hacía arte y hasta fundé una escuela de yoga. Sin embargo, en el fondo, yo sabía que algo no andaba bien. Mi cuerpo me lo decía. Por ejemplo, sufrí de amenorrea entre los quince y los treinta y siempre tenía frío. Como mi delgadez no era extrema, mi desorden pasaba desapercibido o no daba señales de alerta.

No existía en mí misma un amor que me sostuviera de verdad . Siempre quería ser “perfecta” y me exigía rendir para el mundo sin tregua. Nunca me sentía cómoda en mi cuerpo y siempre lo escondía detrás de ropa muy suelta. Me costaba mucho sostener relaciones de pareja y conectar con mi placer (“qué quiero”: comer, hacer…). Evitaba salir a comer, reuniones familiares, viajes y todo aquello que me enfrentara a no poder controlar lo que comía. Le tenía pavor a los brownies y los dulces porque no tenía ningún autocontrol frente a ellos.

El encierro de la pandemia evidenció la sombra. Los atracones empezaron a salirse de control. Entonces, salí a pedir ayuda y apareció Lucía Gaviria para darme más que una mano. Ella se hizo la capitana de mi equipo. Me sentí comprendida, sostenida, inspirada por su propia historia y acompañada 24-7. No volví a pesarme. Quemé todas mis dietas. Tuve que soltar muchos pantalones y enfrentar un sin fin de emociones que había estado adormeciendo con los atracones. Mi cuerpo se sintió al borde de un precipicio, pero tenía a una amiga para darme la mano. Empecé a comer de todo, a sentir más, a salir de mi cajita. Enfrenté el miedo a no ser querida por no ser flaca y la evidencia fue que esa idea existía solo en mi cabeza. Sin un apoyo tan incondicional y cuidadoso como el de Lucía, no creo que hubiera podido salir adelante. Pensé que el desorden era parte de mi identidad y fue difícil soltar esa carcaza para ser yo misma.

Ella estuvo ahí frente a cada duda e impulso por volver a la cárcel de lechugas en donde me sentía infeliz pero a salvo. Incluso hoy, cuando el desorden viene a mi puerta para alertarme de que hay emociones que me está costando digerir, ella responde mis mensajes y me recibe con todo su amor, sabiduría y empatía. Cuando me enteré que iba a tener una bebé, Lucía fue de las primeras en enterarse. Le dije: Lu, ahora empieza mi última etapa del proceso de recuperación. Y así ha sido. Todo empezó en el 2021. Hoy, 4 años después, solo puedo decir que mi vida empezó el día en el que dije, QUIERO SER LIBRE. En ese instante, Lucía apareció y me dio la confianza de que sí podía.

Creo que recuperarnos es un proceso que no solo nos sana como individuos. Es un pequeño intento por derrumbar las estructuras pesocentristas y gordofóbicas bajo las que hemos crecido. No queremos que nuestros niños, niñas y niñes hereden ese miedo. Soltar un desorden es un aporte concreto y urgente para el mundo que habitamos. Recordar eso fue siempre útil para mí en los momentos de duda. Sabía que todo esto no solo se trataba de mí.

Minimum 4 characters